Arte
Gómez Isla comenta el retrato del Poeta Antonio Colinas de Carralero
No recuerdo si la primera vez que vi el retrato de Colinas fue en el propio estudio de Pepe Carralero o en León, donde la Diputación le dedicó al pintor una retrospectiva en la Sala Provincia. En todo caso, lo que sí recuerdo es que eso fue hace ya casi veinte años, cuando aún no conocía en persona al retratado. Sin embargo, eso no fue impedimento para imaginar a través de este retrato cómo podría ser la personalidad del poeta a quien más tarde leería con fruición. Recuerdo que, cuando lo llegué a conocer, personalmente y a través de su obra, pensé que no estaba equivocado al aventurar mi hipótesis sobre cómo lo había imaginado.
El trazo firme y valiente de cada pincelada, el arrastrado vibrante del pincel sobre la tela, los trazos superpuestos de color que dejan entrever casi siempre lo que está debajo, van construyendo la arquitectura del personaje, como tallado a cuchillo, cincelando y modelando el rostro con la luz, sin ocultar la estructura primigenia de las primeras capas. Siempre me ha cautivado este retrato. No es osado decir que me recuerda al mejor Velázquez, retratando al que fuera su sirviente y ayudante, el también pintor Juan de Pareja, una magnífica obra en la que retrata no sólo al personaje sino también la dignidad del alma de quien posa y donde se trasluce inevitablemente el profundo respeto que se profesaban el pintor y el retratado.
Sólo así es posible capturar con pinceladas abruptas, expresivas, pero al mismo tiempo medidas y certeras, la serenidad de este rostro de Antonio Colinas. Pero, junto a esa serenidad, también está presente la fuerza de la mirada y su sentir reflexivo, casi melancólico diría yo, del poeta que emerge desde un fondo oscuro y terroso.
Ese amor infinito por lo que uno ve (sólo se puede amar aquello que se conoce), es lo que ha reflejado Carralero en este rostro o en otras tantas obras donde, ya sea la figura o el paisaje, sus motivos son igualmente sometidos a la clarividencia de un pincel alerta, atento al espíritu que subyace tras la superficie y a la apariencia de lo real.
Como ocurre con ese otro gran retratista holandés, esta obra también me seduce porque en ella veo surgir de la oscuridad la figura del viejo Rembrandt riendo sarcásticamente en el que fuera su último autorretrato, caracterizado como Zeuxis, emergiendo de las sombras con una pincelada gruesa, entre ocres amarillos y dorados, aparentemente distraída, pero infinitamente sabia y honesta, como ésta que ahora nos ocupa.
José Gómez Isla